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Las estatuas, con sus rostros y ojos inescrutables, juzgaron inicialmente con severidad las piezas que salían de las manos de las mujeres. Y de pronto, se convirtieron en espectadoras de pausas y rituales liberadores, en una catarsis artística y existencial impregnada de aromas a yeso y polvo, melodías de música ligera y aroma a café.